Miguel Sánchez Ostiz; Hace un rato he vuelto de Lodosa, el pueblo de Navarra donde más asesinatos se cometieron en 1936. El motivo del viaje: la inauguración de una exposición del pintor Ramón Urtasun sobre aquellos horrores y quienes los perpetraron.
También hemos hablado del Escarmiento. Un público de gente mayor,
muy mayor en algún caso: hijas, hijos y nietos de fusilados, con lágrimas en
los ojos muchos de ellos, que todavía buscan una reparación, que han vivido
toda la vida con el dolor a cuestas (lo decían señalándose el pecho: “Esto no
se quita”) y a quienes, también lo decían, nadie ha pedido perdón.
Se veía que
agradecían el reunirse, el poder hablar de aquello en público, gracias a que un
joven alcalde haya sentido que el pueblo debía algo a aquella gente, sus
vecinos. Mientras hay gente empeñada en que no se hable de las consecuencias de
la Guerra Civil, en la retaguardia sobre todo, incluso por haberle sacado todos
los réditos económicos posibles y solo por eso, otros se ocupan de los suyos,
en su tierra, al margen de los grandes discursos.
He escuchado relatos que no
te pueden dejar indiferente: sombra siniestra de la Iglesia (también el de
otros curas empeñados en los años setenta y sacar a los vecinos de las fosas comunes
en donde estaban contra viento y marea), convivencia entre víctimas y verdugos,
chulerías de vencedores, miseria y mendicidad, hambre, abusos, humillación de
años y más años… A qué seguir. Hace unos meses escuché historias parecidas en
Dicastillo, hoy en Lodosa. Cada historia es diferente y también igual. Me
alegro de haber escrito ese libro y me alegro de haber ido a un pueblo como
Lodosa a hablar no del libro, sino de aquello, de aquel horror que no fue, como
dicen, poco menos que una pelea de taberna, un ajuste de cuentas de lo mismo,
sino algo perfectamente planificado desde Pamplona y ejecutado por las Juntas
de Guerra locales acatando instrucciones superiores, con la ayuda de la Guardia
Civil y los matones de Falange y el Requeté, a cuyos mandos nadie inquietó
jamás.
Había que ver a aquella gente entre sobrecogida y orgullosa, cuando
miraban la poco distorsionada imagen del Chato de Berbinzana, uno de los
asesinos de Falange más conocidos de Navarra que, al parecer, seguía
instrucciones de un militar aventurero T., que acabó en los servicios secretos
de la frontera capitaneando una banda de delincuentes comunes.
Cada cuadro una
historia, un capítulo, un episodio, individual o colectivo. Una historia. La de
Navarra en el verano de 1936, donde no hubo frente de guerra, sino represión,
contada desde el lado de la sombra, el que jamás salió del todo a la luz.
Urtasun es un pintor que no pisará jamás las salas de exposiciones oficiales de
la Comunidad Foral de Navarra, Viejo Reyno o lo que gusten.
No es correcto. No
es idóneo. Y hoy el discurso que impera es el de la corrección, el de las
buenas maneras, cuando en las trastiendas se practican maneras de navajeros y
de matones, con palo, con código, con cuentas bancarias. Urtasun aparece como
personaje del Escarmiento, con esta misma exposición llena de color, de fuerza,
de eficaz falta de finura, de una falta de sutileza que en este caso yo
celebro. Si estuviera con los que hay que estar dirían que es expresionista, a
la alemana o la compararían con “el cómic francés”; pero como está la silencian
todo lo que pueden, mientras que aquellos a quienes va dirigida la visitan con
emoción.
Urtasun no expondrá jamás en la Sala de Arte Conde de Rodezno, montada
encima de la tumba de los generales Mola y Sanjurjo, ni en compañía de unos
pintores y fotógrafos que califican el antro como un “no lugar”, porque cobran
y porque hoy la fidelidad al sistema, la crítica constructiva, es decir, al
ausencia de esta se paga y premia. He venido sobrecogido: “Nadie me pidió perdón”,
me decía un viejico cuando nos despedíamos.